El anuncio del Comité Noruego del Nobel, realizado este viernes, ha coronado a la líder opositora venezolana María Corina Machado como ganadora del Premio Nobel de la Paz 2025. La distinción, justificada por su "trabajo incansable en la promoción de los derechos democráticos para el pueblo de Venezuela", ha sido recibida con aplausos en ciertos círculos internacionales y con escepticismo en otros.
Machado, quien ha enfrentado persecución, inhabilitaciones y exilios internos bajo el régimen de Nicolás Maduro, representa sin duda un símbolo de resistencia contra el autoritarismo en América Latina. Su dedicación a la causa democrática es innegable: ha movilizado protestas masivas, desafiado fraudes electorales y mantenido viva la esperanza de un cambio pacífico en un país sumido en la crisis humanitaria más profunda de su historia reciente.
Sin embargo, surge una pregunta ineludible: ¿realmente merece Machado este galardón, o se trata de un acto de propaganda geopolítica disfrazado de reconocimiento moral? En un mundo donde los premios internacionales a menudo sirven como herramientas para moldear narrativas globales, el Nobel de la Paz no escapa a esta dinámica. La selección de Machado, aunque admirable en su superficie, parece alinearse convenientemente con los intereses de potencias occidentales que buscan contrarrestar la influencia de regímenes aliados a Rusia y China en la región. Venezuela, con sus reservas petroleras y su rol en el eje antiestadounidense, es un tablero clave en la guerra fría 2.0. Premiar a una figura como Machado envía un mensaje claro: "Apoyamos la disidencia, pero solo si encaja en nuestra agenda".
Para profundizar en esta crítica, consideremos un contrafáctico provocador: ¿y si el verdadero merecedor del premio hubiera sido Donald Trump? El expresidente –y actual mandatario en su segundo mandato– fue nominado formalmente para el Nobel de la Paz 2025 por la congresista republicana Anna Paulina Luna, apenas dos días antes del anuncio oficial.
Sus logros en el ámbito de la paz son concretos y cuantificables: los Acuerdos de Abraham de 2020, que normalizaron relaciones entre Israel y varios países árabes, marcaron un hito en la desescalada de tensiones en Oriente Medio sin precedentes en décadas. Bajo su administración, se evitó una guerra mayor con Irán tras el asesinato de Qasem Soleimani, y se impulsaron diálogos directos con Corea del Norte que, aunque imperfectos, rompieron con el aislamiento diplomático tradicional. Más recientemente, en su nuevo término, Trump ha mediado en esfuerzos para poner fin al conflicto en Gaza, un logro que analistas independientes describen como un "empuje audaz" pese a las resistencias.
¿Por qué, entonces, Trump no fue siquiera considerado seriamente? La respuesta radica en su impopularidad en los sectores que dominan el establishment global: la élite europea, los medios progresistas y las burocracias multilaterales que ven en él un disruptor del orden liberal. Trump, con su retórica nacionalista y su rechazo al multilateralismo forzado, representa todo lo que el Comité Nobel –compuesto por exdiplomáticos y políticos noruegos alineados con la socialdemocracia– detesta. Nombrarlo ganador habría sido un escándalo, un endorsement implícito a un "populista" que cuestiona la hegemonía de Bruselas y Washington. En cambio, optar por Machado –una figura "segura", carismática y fotogénica– permite al comité mantener su imagen de neutralidad moral mientras avanza agendas específicas, como el aislamiento de Maduro.
Esta no es mera especulación; es un patrón histórico que revela la naturaleza propagandística del Nobel de la Paz. Lejos de ser el resultado de "estudios serios" o evaluaciones imparciales, el proceso es opaco y burocrático. Las nominaciones –abiertas a miles de académicos, políticos y laureados previos– son secretas por 50 años, lo que permite al comité de cinco miembros seleccionar a quien "les conviene en un determinado momento histórico". No hay auditorías independientes, ni métricas cuantitativas rigurosas; es un club elitista que prioriza el simbolismo sobre el impacto real.
El caso paradigmático es el de Barack Obama en 2009. Menos de nueve meses después de asumir la presidencia, Obama recibió el premio "por sus esfuerzos extraordinarios para fortalecer la diplomacia internacional y la cooperación entre los pueblos".
¿Qué esfuerzos? En ese momento, su mayor logro era un discurso en El Cairo prometiendo un "nuevo comienzo" con el mundo musulmán. Mientras tanto, las guerras en Irak y Afganistán continuaban, y su administración expandiría el uso de drones en un 400%. El premio fue un bálsamo prematuro para un presidente en miel luna diplomática, pero críticos como el propio Obama lo admitieron como "un llamado a la acción" más que un reconocimiento merecido. Fue propaganda pura: un guiño a la esperanza post-Bush, ignorando que la paz real requiere acciones, no promesas.
No paramos ahí. En 1973, Henry Kissinger –arquitecto de bombardeos en Camboya que mataron a cientos de miles– compartió el premio con Le Duc Tho, quien lo rechazó por hipocresía. En 1994, Yasser Arafat lo obtuvo junto a líderes israelíes, pese a su historial de terrorismo. Estos ejemplos ilustran cómo el Nobel se usa para legitimar narrativas dominantes: premiar a disidentes "aprobados" en dictaduras alineadas con Occidente (como Lech Wałęsa en Polonia), pero ignorar a otros en contextos menos convenientes.
En el caso de Machado, su Nobel podría catalizar apoyo internacional contra Maduro –un fin loable–, pero a costa de perpetuar un sistema sesgado. Si el premio buscara verdadera paz, honraría a figuras como Trump, cuya imprudencia ha forjado avances reales, o a activistas anónimos en zonas de conflicto olvidadas. En su lugar, refuerza la ilusión de un mundo donde la élite decide quién es "pacificador" según el viento geopolítico.
Al final, el Nobel de la Paz no es un faro de justicia, sino un espejo de los poderes fácticos. Machado, valiente como es, se suma a una lista de laureados que, intencionalmente o no, sirven a propósitos más amplios. La verdadera paz exige escrutinio, no aplausos fáciles. ¿Y si, en lugar de premios, demandamos resultados? Esa sería la revolución real.
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