El reciente anuncio de la dimisión del primer ministro de Nepal, Khadga Prasad Oli, no fue el resultado de una crisis política convencional, sino el clímax de una insurrección ciudadana sin precedentes. Lo que comenzó como una protesta digital en las redes sociales se transformó en un movimiento de masas que sacudió los cimientos del poder, revelando la profunda frustración de la juventud nepalí con la corrupción y la falta de oportunidades.
El catalizador inmediato de la crisis fue la decisión del gobierno de prohibir las principales plataformas de redes sociales, como Facebook, X y YouTube. El gobierno justificó la medida alegando que estas compañías no se habían registrado bajo la supervisión estatal. Sin embargo, para millones de jóvenes nepalíes, esta acción fue percibida como un intento de censura para silenciar el descontento popular. La prohibición no solo limitó la libertad de expresión, sino que también cortó la comunicación vital para los millones de trabajadores nepalíes en el extranjero, cuyas remesas son cruciales para la economía del país.
Aunque la censura fue el detonante, las protestas canalizaron una frustración mucho más profunda, que se había acumulado durante años. La llamada "Generación Z" de Nepal ha crecido viendo a una élite política percibida como egoísta, corrupta y desconectada de las necesidades de la población. La indignación se materializó en una campaña viral llamada "Nepo Kid", que denunciaba a los hijos de los políticos por sus lujosos estilos de vida, vistos como el resultado directo del nepotismo y la corrupción.
A este resentimiento social se sumaba una grave crisis económica. Con una de las tasas de desempleo juvenil más altas de la región, los jóvenes nepalíes se sienten traicionados por un sistema que no les ofrece futuro ni oportunidades. La prohibición de las redes sociales, en este contexto, fue la gota que derramó el vaso, convirtiendo una queja digital en una manifestación de ira por la falta de futuro en su propio país.
Lo que siguió fue una trágica escalada. Las protestas, inicialmente pacíficas, se encontraron con una brutal respuesta policial que resultó en al menos 19 muertes. Esta represión encendió aún más la furia de los manifestantes, transformando su lucha por la libertad de expresión en una rebelión total contra el gobierno. Las calles de Katmandú se convirtieron en un campo de batalla donde los manifestantes incendiaron edificios gubernamentales, el parlamento, e incluso las residencias de varios políticos de alto rango, en un acto simbólico de rechazo a la élite.
La violencia y el desorden social se volvieron insostenibles, obligando al primer ministro Khadga Prasad Oli a presentar su dimisión. La renuncia, aunque tardía, fue un reconocimiento de que el gobierno había perdido la confianza de la población, incapaz de gestionar una crisis que él mismo había provocado.
El caso de Nepal sirve como un crudo recordatorio de cómo la represión de la libertad digital, combinada con profundos agravios sociales como la corrupción y la falta de oportunidades, puede desencadenar una crisis política de magnitudes impredecibles.
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